Gramsci y el problema del partido, Parte II

 

Recuperado de Viento Sur

Dialéctica y democracia

  1. La dialéctica entre la espontaneidad y la dirección consciente

Después de Lenin, Luxemburgo y Lukács, Gramsci utiliza la palabra “dialéctica” para designar la relación que conviene establecer entre la conciencia (de los intelectuales y la dirección) y la espontaneidad (la de las masas y los militantes del Partido en sentido estricto). Se considera que los partidos de masas modernos se caracterizan por una adhesión orgánica a la vida más íntima (económico-productiva) de la propia masa /18. La dirección consciente no puede ser ajena a la clase. El Partido mismo forma parte de la clase, es una capa de la clase, que debe seguir vinculada con todas las demás capas. Claro que es su vanguardia, y su deber es guiar a la clase en todo momento, pero esforzándose por mantener el contacto con ella a través de todos los cambios de situación objetiva. El Partido debe andar “un paso por delante, pero solo un paso” /19. Se trata de orientar al resto de la clase hacia sus intereses históricos fundamentales, pero siempre partiendo de los envites sociopolíticos inmediatos.

Se entiende que el Partido ha de ser una verdadera expresión de la clase a que representa, pero esta relación de expresión es dialéctica, en la medida en que el Partido actúa a su vez sobre la clase en que echa sus raíces:

Si bien es cierto que los partidos no son más que la nomenclatura de las clases, también es verdad que los partidos no son meramente una expresión mecánica y pasiva de estas clases, sino que reaccionan enérgicamente sobre ellas para desarrollarlas, fortalecerlas y universalizarlas /20.

Tenemos por tanto una dialéctica entre un contenido socioeconómico y una forma política, el Partido. Hay que añadir que el contenido desborda a veces la forma. La acción del Partido ha de dirigir, encuadrar y organizar a las masas, pero no debe sofocar las iniciativas populares ni la espontaneidad de las masas. Debe darles rienda suelta para elaborarlas políticamente un un momento posterior.

  1. Centralismo democrático contra centralismo burocrático

El tipo de dialéctica que acabamos de evocar entre dirección y espontaneidad, entre forma y contenido, se halla en el interior mismo del Partido, siempre que esté bien organizado. Es justamente esto lo que contempla la fórmula centralismo democrático, que por oposición al centralismo burocrático es el criterio de un partido realmente progresista, de una organización capaz de llevar a cabo su misión histórica.

El centralismo democrático es un ‘centralismo» en movimiento, o sea, una continua adecuación de la organización al movimiento real, un contemporizar los impulsos de abajo con el mando de arriba, una inserción continua de los elementos que brotan de lo profundo de la masa, en el marco sólido del aparato de dirección que asegura la continuidad y la acumulación regular de las experiencias” /21.

El marco de dirección, que asegura la eficacia y coherencia, conserva su importancia, pero hay que hacer todo lo posible para evitar que “se endurezca mecánicamente en la burocracia” /22. Supedita la lógica burocrática de la organización a la lógica de la acción y del movimiento histórico, a fin de no apartarse de la perspectiva de emancipación sociopolítica.

El centralismo burocrático /23, en cambio, no se debe a impulsos de abajo, sino que viene dado por órdenes de arriba. El Partido se separa de las masas y de su propia base militante, postradas en un estado de pasividad total. Esto conduce entonces a un verdadero “fetichismo organizativo” /24, pues esta última se ha convertido en su propio fin, que vale en sí y para sí misma, al margen de sus vínculos con las clases subalternas, sin las que, no obstante, no sería nada. En esta situación, por muy honrados y eficaces que sean los jefes, al final de simpone la lógica burocrática. La conservación y la fuerza del propio Partido pasan a ser los únicos motivos de su acción, y el horizonte de la abolición de la organización desaparece. Por esta razón, el centralismo burocrático debe considerarse reaccionario, porque el Partido pasa a formar parte del orden vigente.

Para ser verdaderamente progresista y adecuado a su fin, el Partido debe luchar, por tanto, contra el endurecimiento mecánico y la cristalización burocrática. Para adecuarse al movimiento histórico y adaptarse a la situación política del momento, no debe contar únicamente con el discernimiento de sus jefes. Debe contar ante todo con su apertura a la espontaneidad y las iniciativas de las masas y de su base. Esto es lo que salta a la vista si se examinan, en sentido contrario, las causas del fetichismo organizativo:

¿Cómo puede describirse el fetichismo? Un organismo colectivo está constituido por individuos particulares que forman el organismo en la medida en que se han dado y aceptan activamente una jerarquía y una dirección determinada. Si cada componente individual concibe el organismo colectivo como una entidad extraña a él mismo, es evidente que este organismo de hecho ya no existe, sino que se convierte en un fantasma del espíritu, un fetiche. /25

La actividad de los miembros del Partido y de su base social es por tanto una necesidad si se desea evitar la esclerosis de la organización. En este sentido, la democracia no es únicamente el objetivo final de la lucha revolucionaria –que debería conducir a una situación de autogobierno generalizado–, sino también uno de sus medios más eficaces. Dado que se caracteriza por el movimiento, “el centralismo democrático ofrece una fórmula elástica que se presta a muchas encarnaciones; vive en cuanto que es interpretada y adaptada continuamente a las necesidades” /26. Es por tanto imposible aportar soluciones acabadas que garanticen una sana vida democrática de partido. No obstante, Gramsci describe a veces de modo más concreto esta democracia partidaria y sus condiciones.

  1. La dialéctica democrática realmente existente

La democracia deseada no puede definirse de una manera puramente formal o procedimental. Por ejemplo, el voto de la militancia sobre las cuestiones importantes es, desde luego, indispensable. Pero se trata de una garantía insuficiente por diversos motivos: se puede manipular u orientar; los dirigentes pueden escoger el contenido y las condiciones del voto; finalmente, la dialéctica democrática no solo debe abarcar a los y las militantes del Partido, sino también al conjunto de su base social; ahora bien, esta última no puede expresarse mediante procedimientos democráticos formales, que solamente valen en el interior del Partido.

En primer lugar, Gramsci considera que “para que el partido viva y esté en contacto con las masas hace falta que cada miembro del partido sea un elemento político activo, un dirigente” /27. Hay que favorecer por tanto la participación de la militancia, casi en el sentido contemporáneo de democracia participativa: la base debe contribuir a la elaboración de las grandes líneas maestras, de las cuestiones importantes, y debatir sobre ellas. Y aunque no siempre sea posible conseguirlo, conviene al menos buscar el consenso en torno a las decisiones adoptadas. Este elemento puede verse favorecido por la forma de organización del Partido: Gramsci defendía así la organización basada en células de empresa –y no ya de comités definidos territorialmente– porque las consideraba más adecuadas para favorecer la participación y la actividad de la militancia /28. Esta concepción estaba vinculada, por supuesto, a su experiencia de los consejos de fábrica en la Italia de los años 1919 y 1920, donde la actividad política estaba directamente arraigada en la esfera de la producción.

Un objetivo fundamental es evitar la burocratización. Cuando se analiza un partido, hay que distinguir “el grupo social; la masa del partido; la burocracia y el estado mayor del partido”. Ahora bien, para Gramsci,

la burocracia es la fuerza consuetudinaria y conservadora más peligrosa; si esta acaba constituyendo un cuerpo solidario que se apoya en sí mismo y se siente independiente de la masa, el partido acaba por volverse anacrónico, y en los momentos de crisis aguda, queda vacío de su contenido social y queda como colgado en el aire /29.

Para salvar este escollo, como afirmna Jean-Marc Piotte, uno de los primeros comentaristas franceses de Gramsci, un elemento de solución consiste en “sumergir la burocracia en una amplia capa intermedia de cuadros dinámicos” /30. Además, es preferible que estos cuadros surjan de las masas, en particular del proletariado. En efecto, cuando la separación entre dirigentes y dirigidos coincide con una separación de clases, la organización jerárquica del Partido corre más riesgo de esclerotizarse y de caer en una lógica burocrática. Esta era según Gramsci justamente la situación del Partido Socialista italiano: los cuadros del PSI eran casi todos pequeñoburgueses, lo que agravó la ruptura entre la dirección y la base, y entre el partido y el proletariado. A su modo de ver, esta es una de las razones de la pasividad del PSI durante las luchas de los consejos de fábrica.

Esta experiencia crucial del revolucionario sardo constituye en su opinión el caso paradigmático de una situación en que la dirección del Partido no ha sabido relacionarse con la espontaneidad de las luchas populares, pues la dialéctica entre partido y movimiento se había vuelto imposible. Otra razón de esta imposibilidad –que establece por tanto en negativo una condición adicional para que sea posible una vida democrática partidaria adecuada– debe buscarse en los vínculos extraños y demasiado estrechos que mantenía el PSI con la burocracia dirigente de la Confederación General del Trabajo (CGL) por un lado, y con su propio grupo parlamentario, que en gran medida se había independizado, por otro. Para Gramsci, este doble “sistema de relaciones hizo que concretamente el Partido no existía como organismo independiente, sino tan solo como elementos constitutivo de un organismo más complejo, que tenía todos los rasgos de un partido del trabajo, descentralizado, carente de voluntad unitaria, etc.” /31. La fragmentación organizativa y la falta de coherencia en la acción del partido no es ni mucho menos una garantía de funcionamiento democrático: al contrario, permite que se expresen directamente los intereses corporativos y los oportunismos de toda clase.

Además de las dimensiones sociológicas y organizativas que acabamos de señalar, otro elemento importante ha de inspirar la vida del Partido: la educación. Como ya se ha dicho, esta última no debe ser unilateral. No existe ninguna doctrina establecida que quepa enseñar a base de lecciones magistrales; el propio marxismo, piedra angular de la educación política, es para Gramsci una filosofía de la praxis, viva y abierta. Se trata por tanto de establecer también a este nivel una dialéctica: el Partido solo puede dirigir la reforma cultural y moral de las masas populares porque expresa los sentimientos populares y sus dirigentes los han hecho revivir en ellos y los han hecho suyos. Una relación de este tipo puede establecerse particularmente en la lucha: militando en la base, un cuadro puede educarse y educar a los demás.

Para retomar las expresiones de André Tosel, es preciso establecer un “círculo pedagógico” /32 virtuoso entre los intelectuales y las masas: únicamente mediante el contacto con las masas pueden aprender los intelectuales, en especial aprender a enseñarles; este aprendizaje no tiene a su vez por objeto más que difundirse entre las masas e incrementar de este modo el grado de coherencia y realismo de su concepción del mundo; esto permite un nuevo aprendizaje por parte de los intelectuales en un nivel superior de elaboración intelectual (un “sentido común” renovado), etc.

Un último elemento que permite precisar el sentido que otorga Gramsci al centralismo democrático es su concepción de la disciplina militante. Por un lado, recuerda que «todo miembro del Partido, cualquiera que sea la posición o el cargo que ocupe, sigue siendo un miembro del Partido y está subordinado a la dirección de este /33.

Sin embargo, también afirma que la disciplina no debe ser “externa o coercitiva”:

¿Cómo debe entenderse la disciplina, si como tal se entiende una relación continua y permanente entre gobernantes y gobernados que realiza una unidad colectiva? Sin duda no como una recepción pasiva y servil de órdenes, como la ejecución mecánica de una consigna (lo que sin embargo puede ser necesario en determinadas circunstancias, como por ejemplo en el caso de una acción ya decidida e iniciada), sino como una asimilación consciente y lúcida de la directriz a llevar a cabo. La disciplina no anula, por tanto, la personalidad en el sentido orgánico, sino que limita únicamente la arbitrariedad y el impulso irresponsable, sin hablar ya de la vana fatuidad de ilustrarse/34.

Así, la base puede aceptar que no tenga derecho a dar el visto bueno a la táctica porque comprende las exigencias impuestas por la estrategia, en cuya elaboración ha participado. Más en general, esta clase de disciplina se basa en la interiorización de una nueva cultura, de objetivos políticos generales y grandes principios de acción forjados en común. Y conduce a una acción decidida que se deriva de un análisis concreto de las necesidades de la situación. Dicho de otra manera, es un conformismo activo que se opone a la arbitrariedad, no para negar la libertad del individuo, sino, por el contrario, para realizar y poner en práctica una verdadera libertad. Así, Gramsci escribe que

en los partidos, la necesidad ya se ha convertido en libertad y de ahí nace el enorme valor político […] de la disciplina interna de un partido y por tanto el valor de criterio de esta disciplina para evaluar la fuerza de expansión de los diferentes partidos /35.

Cuando se compromete en un partido, un individuo determinado por su situación social toma conciencia de esta última y la asume voluntariamente: esto le permite trascender sus intereses inmediatos y defender conscientemente, y por tanto libremente, los intereses históricos fundamentales de su clase. Sin embargo, en el fondo tan solo el Partido de las clases subalternas tiene realmente necesidad de una disciplina interna de este tipo, que condiciona la posibilidad de su fuerza expansiva entre las masas y de la coherencia de sus actos. Y también es el único que puede poseerla de verdad. En efecto, solo si los miembros del Partido se sienten empujados por un interés histórico emancipatorio puede prefigurarse realmente la ibertad en la necesidad actual. Para cualquier otro partido, en cambio, la disciplina se verá rápidamente socavada por los intereses inmediatos y particulares, disolviendo toda firmeza en la acción en un oportunismio cortoplacista.

Estas pocas especificaciones de las nociones de “dialéctica entre espontaneidad y dirección consciente” y de “centralismo democrático” ofrecen algunos indicios de la manera en que Gramsci pensaba resolver la tensión entre la lógica de la emancipación (que apunta a la abolición de toda estructura de dominación, ya sea de la sociedad de clases, del Estado o del Partido) y la lógica de la organización (que requiere un partido jerarquizado, centralizado, dirigista y que asegure su propia perpetuación). Desde el punto de vista del propio Gramsci, estos elementos forman parte de una tarea infinita, pues la construcción del Partido revolucionario no concluirá realmente hasta que no se haya realizado su obra y por tanto haya desaparecido: por consiguiente, no son más que parciales. Sobre todo, de conformidad con el “historicismo absoluto” preconizado en los Cuadernos, pueden ser objeto de realizaciones disferentes en el curso del tiempo. Así que, para concluir, quisiera evaluar la pertinencia de las soluciones gramscianas al problema del Partido, particularmente a la luz de la situación actual.

Los problemas de la solución gramsciana

  1. El Partido en sentido amplio y en sentido formal

Se ha dicho que André Tosel considera que una verdadera educación política establece un círculo pedagógico entre los intelectuales y las masas, entre el pensamiento crítico –y tendente a la coherencia– de los primeros y el sentido común pasional de las segundas. Añade, más en general, que toda actividad política emancipatoria debe inscribirse en un “círculo victuoso que pasa por varios puntos y los une: son las masas subalternas de los simples, su sentido común […], la filosofía coherente y su crítica, el partido /36 y el Estado traductor de esta crítica en acción /37, y el sentido común renovado” /38.

En definitiva, el Príncipe moderno no consiste tanto en una organización delimitada formalmente, sino en este círculo virtuoso, en este proceso dinámico que refuerza la autoactividad y el autogobierno de las clases subalternas. Este círculo consiste, por decirlo de otra manera, en las dialécticas imbricadas que hemos analizado: entre la dirección y la militancia; entre la organización y la clase; eventualmente entre la clase subalterna que tiende a construir su hegemonía y las clases aliadas, etc. Es evidente que este proceso dinámico es sumamente frágil y que incluso si se logra crearlo, puede “agarrotarse” en cualquier momento.

Gramsci afirmó expresamente que la noción de Partido, bien entendida, supera los límites estrechos que comúnmente le fijan: “el partido político no es solo la organización técnica del partido mismo, sino todo el bloque social activo del cual el partido es la guía, porque es la expresión necesaria” /39. El Partido es por tanto menos un tipo de organización determinado que el medio más eficaz para dar una expresión homogénea y coherente a las clases a las que está vinculado. En este sentido puede decir Gramsci que “en Italia, debido a la ausencia de partidos organizados y centralizados, no se puede hacer abstracción de los periódicos: son estos los que, reagrupados por series, constituyen los verdaderos partidos” /40.

Ello no quita que en los momentos decisivos, en las situaciones críticas, los intereses de determinadas clases solo pueden defenderse mediante una organización. Para las clases dominantes, los partidos en sentido estricto son casi superfluos, toda vez que el propio Estado puede cumplir esta funcdión. Para las clases dominadas no ocurre lo mismo, y la confianza en un partido “empírico” /41, un partido-clase /42 o, retomando los términos ya citados de Gramsci, un “partido del trabajo, descentralizado, sin voluntad unitaria, etc.”, si lleva a considerar superflua una organización estructurada y dotada de objetivos claros, puede llevar a la catástrofe. Este fue el caso durante la secuencia de la posguerra italiana, donde en el espacio de dos años se pasó de una situación casi revolucionaria a un régimen fascista. Hay que recordar que “los partidos nacen y se constituyen en organizaciones para dirigir la situación en momentos históricamente vitales para su clase” /43.

Por consiguiente, el término partido puede interpretarse en un sentido amplio o en un sentido formal /44. Podemos afirmar que el partido en sentido formal, la organización estrictamente delimitada, es la forma cuyo contenido no es otro que la propia clase, forma y contenido que mantienen una relación dialéctica, con todas las complejidades que hemos examinado. Entonces aparece la principal limitación de la concepción que elabora Gramsci del Partido: su ideal es una adecuación perfecta del contenido y de la forma. Desea que el partido amplio se acerque al máximo posible al partido formal, lo que implica defender –al menos mientras se crea una “nueva cultura”– una versión progresista de la “política totalitaria” /45, de la que el fascismo era la versión reaccionaria. Esta política

tiende precisamente a 1) lograr que los miembros de un determinado partido encuentren en este partido todas las satisfacciones que antes encontraban en una gran variedad de organizaciones, es decir, romper todos los vínculos que ataban a estos miembros a organismos culturales ajenos al partido; 2) destruir todas las demás organizaciones o incorporarlas a un sistema del que el partido es el regulador único /46.

  1. Los anacronismos de Gramsci

Incluso si diferenciamos rigurosamente el sentido de este término del que tiene para nosotros, la defensa de esta “política totalitaria” es a todas luces difícil de admitir. Más profundamente, parece estar en contradicción con la concepción dinámica y dialéctica del Partido que hemos esbozado: la de un partido cuya vida democrática interna solo es posible si está abierto a las masas subalternas y al movimiento histórico de su emancipación. Ahora bien, una organización verdaderamente “totalitaria” que exigiera a sus miembros romper sus vínculos con cualquier otra organización parece del todo incapaz de realizar el “círculo virtuoso” requerido para evitar la esclerosis burocrática.

La defensa de esta política por parte de Gramsci no es una incoherencia pasajera, debida tan solo a la voluntad de subvertir una de las palabras clave del régimen fascista. Se ampara en varios supuestos: la tendencia a pensar que el partido es la única forma política adecuada para la expresión del contenido social; la idea implícita de que el partido-clase solo puede realizarse en un único partido-organización; el postulado de que cada partido representa esencialmente a una sola clase. Claro que cada uno de estos supuestos es discutible y puede considerarse, en cierta medida, anacrónico.

No se trata de criticar la importancia que otorga Gramsci a la forma partido. Sin embargo, parece incontestable que existen otros medios de expresión del contenido socioeconómico. Puesto que tratamos de la concepción del comunista italiano, hablaremos únicamente de la lucha de clases y dejaremos de lado las demás reivindicaciones progresistas –feministas, antirracistas, antiimperialistas, ecologistas, etc.– y los distintos tipos de movimientos, colectivos, asociaciones, etc., que llevan emparejadas. Incluso para la lucha de clases concebida de un modo tradicional, por tanto, es innegable que los sindicatos, los consejos de fábrica o las asambleas generales constituyen otras formas políticas. Conviene por tanto pensar sus articulaciones complejas con el Partido, que no pueden reducirse a una jerarquía unilateral, en la que la iniciativa y la prelación corresponden exclusivamente al Partido.

Esto por cierto lo que hacía el joven Gramsci. En 1919 y 1920, el embrión de Estado proletario no era para él el Partido, sino los consejos de fábrica. Para comprender esto, diferenciaba entre el agente y la forma del proceso revolucionario:

Los organismos de lucha del proletariado son los “agentes de este colosal movimiento de masas; el Partido Socialista es sin duda el principal ‘agente» de este proceso de desagregación y de reestructuración, pero no es […] la forma misma de este proceso. La socialdemocracia germana […] ha realizado la paradoja de plegar por la violencia el proceso de la revolución proletaria alemana a las formas de su organización, y ha creído dominar de este modo la historia. Ha creado “sus” consejos, autoritariamente, con una mayoría segura, elegida entre sus hombres: ha puesto trabas a la revolución, la ha domesticado /47.

Por consiguiente, hay que concebir que los consejos son relativamente autónomos con respecto al Partido y que son una forma mucho más adaptada al desarrollo del movimiento de masas. Esto no significa, claro está, que el (o los) partido(s) deban abstenerse de intervenir en estos consejos o asambleas generales y plantear en ellas sus consignas o sus programas. Y menos aún que deban abandonar la creación de estos consejos o asambleas a la pura espontaneidad. Al contrario, deben hacer todo lo posible para que aparezcan cuando se den las condiciones, como hizo el propio Gramsci cuando trató de transformar los órganos técnicos que eran los consejos de fábrica en instrumentos de organización y de lucha del proletariado. No obstante, este activismo de los miembros del Partido solo se comprende si se juzga correctamente la importancia de los consejos. Ahora bien, los Cuadernos parecen haber dejado de lado esta pluralidad de formas políticas de expresión de la clase proletaria en lucha.

El segundo supuesto implícito en Gramsci es el rechazo del pluralismo de partidos. En su época ya había varios partidos-organizaciones que reivindicaban la representación del partido-clase: el PSI y el PCI, así como otros grupos socialistas. No obstante, su objetivo seguía siendo que “se forme un lazo estrecho entre la gran masa, el partido, el grupo dirigente” y que “todo el complejo, bien articulado, pueda moverse como un ‘hombre colectivo«” /48. Hoy en día, esta unión entre el proletariado y un único partido parece impensable a corto o incluso a medio plazo.

Además, nos resulta difícil saber qué criterios utilizar para distinguir a los partidos obreros de los demás, pues la composición sociológica del electorado y/o de la militancia ya no lo permite /49. La situación actual es, en este sentido, radicalmente diferente de la de la década de 1970, cuando –al margen de cómo se podía juzgar su línea política– el PCF era sin duda un partido obrero por la composición sociológica de su electorado y de su base militante. De ahí que el criterio de “partido obrero” les resulte mucho más difícil de discernir a las fuerzas políticas que se reivindican del marxismo a la hora de escoger sus alianzas políticas. ¿Hay que aceptar a todos los partidos antiliberales y antiausteritarios o limitarse a los partidos revolucionarios anticapitalistas /50?

Sea como fuere, y al margen de la respuesta que se decida dar a esta pregunta, ninguno de estos partidos parece poder pretender que es el único que representa al partido-clase. E incluso es probable que, si se prevé que un partido pueda hacerlo a la larga, habrá experimentado tales mutaciones (escisiones, acercamientos, cambios de forma, etc.) al pasar de ser una organización de varios miles de miembros a otra que cuente con varios centenares de miles, por no decir varios millones, que será difícil asemejarlo a lo que es actualmente. Por consiguiente, toda estrategia política debe aceptar el pluralismo de organizaciones como único horizonte realista.

Esta conclusión completa la anterior, que se refería a la pluralidad de formas políticas. En efecto, cada partido antiliberal y/o anticapitalista está obligado a aceptar la existencia de los demás y a actuar junto con ellos en el marco de las distintas formas de expresión política de los partidos, que permita cuajar un frente único /51(colectivos antiausteridad, asambleas generales, etc.) /52, máxime si se trata de órganos de autoorganización propios de un movimiento social o de una lucha, y no cárteles de organizaciones preexistentes. Sin embargo, no por el hecho de que ningún partido pueda esperar formar por sí solo un “hombre-colectivo” con las “masas” “estandarizando los sentimientos populares” hay que abandonar la actitud que Gramsci asocia con este objetivo: mantener lazos de “coparticipación activa y consciente”, de “compasionalidad” con las clases subalternas. Y sigue siendo necesario impulsar una política cultural y social activa en relación con diferentes asociaciones, organizaciones culturales, medios de comunicación independientes, revistas e intelectuales comprometidos, etc.

Pero tal vez no sea su doble rechazo de la pluralidad de formas políticas y de partidos el que más contribuya a que la concepción de Gramsci sea anacrónica. Como se ha dicho, a su juicio un único partido representa fundamentalmente a una sola clase. En tiempos “normales”, es decir, cuando se ha estabilizado la hegemonía dominante, puede haber varios partidos por clase. Pero en tiempos de crisis, los antagonismos se clarifican: “La verdad que estipula que cada clase tenga un único partido se demuestra, en los momentos decisivos, por el hecho de que grupos diferentes, que se presentaban como partidos ‘independientes», se unen y conforman un bloque unitario” /53. Este postulado gramsciano es tal vez el más alejado de nuestra realidad actual: a pesar de los diversos momentos decisivos que hemos conocido desde la década de 1980, parece que la estructura del espacio político de partidos se ha disociado progresivamente de las condiciones socioeconómicas.

El carácter anacrónico de esta afirmación no invalida las demás: incluso es tanto más urgente

trabajar sin cesar por elevar intelectualmente a capas populares cada vez más amplias, es decir, por dotar de personalidad al elemento de masa amorfa, lo que significa trabajar por suscitar una élite de intelectuales de nuevo tipo que salgan directamente de la masa, permaneciendo en contacto con esta para convertirtse en las “ballenas” del corsé. Esta segunda necesidad, si se satisface, es la que modifica realmente el “panorama ideológico” de una época /54.

Dicho de otro modo, es necesario trabajar por dotar de unidad y coherencia a las clases subalternas, que hoy están tan fragmentadas políticamente y desorientadas ideológicamente como explotadas económicamente. Precisamente porque la pretensión de cualquier partido de representar a una sola clase es vana, esta tarea conserva toda su actualidad.

A su modelo de construcción totalitaria de un hombre-colectivo, basada en una profunda comprensión de las masas, Gramsci oponía una lógica diferente. Entendía que esta había marcado la época precedente y que había sido superada por la suya, a saber, la época de la política y de los partidos de masas. Esta práctica política anacrónica la calificaba de “carismática” y consiste, para un pequeño número de “jefes”, en diagnosticar los sentimientos de las masas por intuición o por “la identificación de leyes estadísticas, y en traducirlas en ‘ideas fuerza», en consignas” con el fin de obtener el apoyo de las “masas” /55. La crisis actual de los partidos de masas pone en tela de juicio, como ya hemos dicho, algunos elementos de la concepción gramsciana. Pero volver a una política demagógica y personalista de este tipo, que consiste principalmente en zigzaguear entre las corrientes de opinión, sería para las fuerzas políticas progresistas un anacronismo todavía más grave que una aplicación acrítica de las concepciones gramscianas. Adoptar una actitud cortoplacista y sin una perspectiva de elaboración colectiva, aduciendo el carácter “amorfo” de las clases subalternas, sería una auténtica dimisión en un momento en que más que nunca están en el orden del día profundas luchas ideológicas para contestar la hegemonía dominante.

La obra de Ernesto Laclau y de Chantal Mouffe, que se inspiran en gran medida en Gramsci, parece acreditar una tendencia de esta índole. Su posmarxismo, que también podríamos calificar de posgramscismo, parte del rechazo de todo esencialismo y se niega por tanto a presuponer identidades preexistentes –particularmente la de la clase obrera– sobre cuya base sería posible edificar una estrategia y un programa político /56. Para ellos, las identidades y los actores sociopolíticos se definen por las relaciones de antagonismo que mantienen con otros determinados actores y por las relaciones de alianza con otros más. La cuestión clave consiste entonces en determinar bajo qué bandera reunir a una gran variedad de actores con demandas heterogéneas, a fin de movilizarlos contra un adversario común. Para Laclau /57 y Mouffe, son las individualidades carismáticas las que están en mejores condiciones de reunir a estos sujetos colectivos con identidades parciales en perpetua redefinición.

A partir de una utilización de Gramsci que no respeta ni la letra ni el espíritu de sus escritos, nuestros autores llegan así a defender una concepción populista, basada en el papel de individuos excepcionales, con los que se supone que se identificarán las masas. A su modo de ver, el programa y no es fundamental e incluso puede resultar imposible de realizar, en la medida en que la política populista implica articular demandas divergentes y, en algunos casos, incompatibles entre sí. La distinción entre revolución y reforma ya no tiene razón de ser, porque una línea política ya no se considerará buena o mala en función de sus objetivos y de la estrategia que propone para alcanzarlos, sino más bien en función de su capacidad de movilizar y unificar subjetivamente a un pueblo. Esta capacidad reside ante todo en la persona y el peso simbólico del líder. El papel de las organizaciones sociales y políticas se torna entonces secundario, y la forma partido aparece demasiado rígida y anticuada. La teoría de Laclau y Mouffe da a entender que esta forma política postula la existencia de un grupo socioeconómico preconstituido al que el partido debe representar en la esfera política o cuya conciencia social oscura debería clarificar.

Las críticas que expresan contra la concepción marxista de las clases y del partido no son de recibo en la medida en que van en contra del pensamiento de Gramsci: lo expuesto en este artículo lo demuestra. Para este último, el partido no mantiene una relación de exterioridad con la clase, ya sea porque la represente o porque le aporte la verdad sobre ella misma. Al contrario, el partido debe ser una parte /58 de la clase: no puede actuar de modo eficaz si no mantiene con ella una relación de inmanencia. Esto significa a su vez que la clase no está preconstituida, porque el partido actúa en ella para estructurarla como agente colectivo y darle una mayor coherencia y pertinencia con las concepciones del mundo que preconiza. En una palabra, el partido constituye la clase en la misma medida en que logra convertirse en su expresión. Es esta identidad dialéctica, y no la identificación inmediata e irracional entre un líder y su pueblo, la que debe promover una política emancipatoria.

06/03/2017

http://www.anti-k.org/2017/03/11/130427/

Traducción: viento sur

Notas:

18/ C11, §25.

19/ G. Lukács, Lenin: la coherencia de su pensamiento.

20/ C3, §119.

21/ C13, §36.

22/ Idem.

23/ Este término, bajo la pluma de Gramsci, parece referirse a la concepción dirigista y sectaria de su rival y predecesor a la cabeza del PCI, Amadeo Bordiga. Sin embargo, las reflexiones de Gramsci van más allá y pueden leerse como una crítica del estalinismo. Incluso cabe pensar que comportan una dimensión autocrítica: Gramsci fue, en efecto, uno de los artífices de la “bolchevización” del PCI, llevada a cabo después del V Congreso de la Internacional Comunista bajo el impulso de Zinóviev. Para Peter Thomas, la aparición del mismo concepto de Príncipe moderno “forma parte de una autocrítica implícita de Gramsci sobre su papel en el proceso de bolchevización” del partido italiano”.

24/ Los términos “fetichismo organizativo”, “fetichismo de organización” o “de la organización” se emplean a menudo en las polémicas internas del movimiento obrero internacional. A menudo sirven para denunciar fenómenos de burocratización o de autoritarismo en una organización proletaria que amenazan con disociarla del movimiento de masas y con hacerle olvidar que no es más que un instrumento de emancipación al servicio de estas masas. Según Henri Weber (Marxisme et conscience de classe, Union Générale d»Éditions, 1975, pp. 226 y siguientes), Rosa Luxemburgo está en el origen, si no de la expresión exacta, al menos del concepto. Lo empleó en particular en el contexto de su crítica de las derivas oportunistas del SPD, señalando “la tendencia a sobreestimar la organización que, poco a poco, pasa de ser un medio para un fin a convertirse en un fin en sí misma, en un bien supremo al que deben subordinarse todos los intereses de la lucha” (Huelga de masas, partido y sindicatos [1906]). Sea como fuere, Trotsky utiliza la misma expresión en Nuestras tareas políticas en 1904, texto plémico escrito en respuesta a ¿Qué hacer? Expresión que seguirá presente en toda su obra a pesar de los cambios de su línea política. Posteriormente, aparece a menudo en textos de corrientes de izquierda –en particular las consejistas– del movimiento comunista internacional, tanto frente a los socialdemócratas como contra los bolcheviques. En Gramsci no apunta contra el leninismo, sino contra el bordiguismo. Es por ejemplo en las Tesis de Lyon (texto oficialmente titulado “La situación italiana y los objetivos del PCI”), adoptadas por el III congreso del PCI y que sancionaron la victoria de la línea de Gramsci sobre la de Bordiga, donde figura la expresión “fetichismo” a propósito del frente único antifascista que deben construir los comunistas: “Hay que considerar la cuestión sin privilegiar de modo fetichista una forma determinada de organización, recordando que nuestro objetivo fundamental es el de llegar a una movilización y una unidad orgánica de fuerzas cada vez más vastas.”

25/ C15, §13.

26/ C13, §36.

27/ “Para que el partido viva y esté en contacto con las masas hace falta que cada miembro del partido sea un elemento político activo, un dirigente. Precisamente por el hecho de que el partido está fuertemente centralizado, hace falta una amplia labor de propaganda y agitación en sus filas y es necesario que el partido, desde el punto de vista organizativo, eduque a sus miembros y eleve su nivel ideológico. Centralizar quiere decir justamente hacer posible que, cualquiera que sea la situación, incluso en un estado de sitio agravado, cuando los comités dirigentes no pueden funcionar durante un tiempo o no están en condiciones de poder reunirse con sus subordinados, todos los miembros del partido, cada uno en su entorno, estén en condiciones de orientarse, de saber extraer de la realidad los elementos con los que fijar un rumbo, a fin de que la clase obrera no se sienta abatida, sino que tenga la sensación de estar guiada y se vea todavía capaz de luchar. La preparación ideológica de masas es por tanto una necesidad de la lucha revolucionaria; es una de las condiciones indispensables de la victoria.” (Necesidad de una preparación ideológica de masas [mayo de 1925, publicado por primera vez en Lo Stato operaio en marzo-abril de 1931], en Scritti politici, Roma, Editori Riuniti, 1967, p. 603 [traducción propia]).

28/ Este elemento es muy ambiguo. En efecto, la organización en células de empresa la preconizó la Internacional Comunista en el contexto de la bolchevización de los partidos comunistas de fuera de la URSS. Parece por tanto que no favoreció ni mucho menos la democracia interna. Según Robert Paris, su principal efecto fue el de “cuadricular el partido y reforzar su homogeineidad” (Introduction aux Écrits politiques (1923-1926), vol. 3, París, Gallimard, p. 21).

29/ C13, §23.

30/ Jean-Marc Piotte, La pensée politique de Gramsci, Montréal, Lux, 2010, p. 94.

31/ C3, §42.

32/ André Tosel, Étudier Gramsci, París, Kimé, 2015, p. 285.

33/ C3, §42.

34/ C14, §48.

35/ C7, §90.

36/ Que podríamos diferenciar a su vez entre su dirección y la base militante, como hemos visto.

37/ Se trata evidentemente del Estado proletario posrevolucionario, es decir, de la dictadura del proletariado, aunque Gramsci no utiliza esta expresión en los Cuadernos de la cárcel.

38/ Tosel, Étudier Gramsci, op.cit., p. 203.

39/ C15, §55.

40/ C1, §116.

41/ Véase Henri Weber, Marxisme et conscience de classe, op.cit., p. 71.

42/ En el sentido en que Marx y Engels utilizaban el término “partido” en el Manifiesto del partido comunista: el proletariado mismo tomado en su movimiento de emancipación y que lucha por sus intereses históricos más radicales.

43/ C13, §23.

44/ C6, §136.

45/ Término que tiene evidentemente un sentido radicalmente distinto que tendrá después de la segunda guerra mundial, cuando pasó a designar, bajo la pluma de Hannah Arendt o de Raymond Aron, la supresión de toda individualidad bajo la totalidad social que se considera que caracteriza tanto el poder nazi como los regímenes soviéticos.

46/ C6, §136.

47/ “El partido y la revolución”, en Ordine nuovo, 1ª serie, n° 31, 27 de diciembre de 1919.

48/ C11, §25.

49/ El porcentaje de obreros –o siquiera de miembros de las categorías populares en su conjunto– en el electorado del Front National o de Les Républicains no es inferior al de los distintos componentes del antiguo Frente de Izquierda.

50/ El hecho de que el Nouveau Parti Anticapitaliste sea el único partido que presenta a un candidato obrero a la elección presidencial, o que Lutte Ouvrière y el Parti Ouvrier Internationaliste sean los únicos que ostentan la palabra “obrero” en el nombre de sus respectivas organizaciones no son probablemente criterios suficientes para calificarlos de partidos obreros, si ello implica denegar este título a otras organizaciones…

51/ Dejamos de lado en este artículo la cuestión del “frente único” en Gramsci. Es innegable que la concepción del “frente único” defendido por el IV Congreso de la Internacional Comunista (1922) influyó mucho en la línea política de Gramsci y constituyó una de las principales divisorias entre la línea sectaria de Bordiga y la suya. Sin embargo, cabría preguntarse hasta qué punto esta estrategia influyó en las reflexiones plasmadas en los Cuadernos de la cárcel (donde el término aparece muy pocas veces) y en qué medida la noción de hegemonía solapa la idea del frente único.

52/ Recordemos que aquí comentamos las tesis de Gramsci; dejamos de lado las luchas –y las formas asociadas a las mismas– que no corresponden estrictamente a la lucha de clases anticapitalista.

53/ C15, §6.

54/ C11, §12.

55/ C11, §25.

56/ Laclau E. y Mouffe C., Hegemonía y estrategia socialista, Madrid, Siglo XXI, 1988.

57/ Laclau E., La razón populista, México, Fondo de Cultura Económica, 2004.

58/ Uno de los múltiples aspectos del debate entre Gramsci y Bordiga en torno a 1924 se refería precisamente a esta cuestión. Para el segundo, que era muy escéptico con respecto a la capacidad de las masas populares de autoorganizarse, el partido no debía ser una parte, sino un órgano de la clase, que servía a sus intereses históricos, pero dentro de una relación de separación organizativa con ella y actuando de manera autónoma. En el fondo, de acuerdo con su perspectiva, las masas solo se unen al partido cuando se produce una situación revolucionaria, y entonces el partido puede ponerse al frente de ellas y guiarlas hacia la victoria gracias a su experiencia militante y su preparación teórica. Esta concepción, mezcla inestable de espontaneísmo –en lo que se refiere a la movilización de las masas en el momento de la crisis revolucionaria– y sectarismo –en lo concerniente al papel y el funcionamiento de la organización–, se opone radicalmente a la visión dialéctica expuesta por Gramsci. Véase en particular la carta escrita desde Viena por Gramsci el 9 de febrero de 1924 y dirigida a Togliatti, Terracini y otros camaradas próximos (Escritos políticos II. 1917-1933, Madrid, Siglo XXI, 1981).

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *