Recuperado de Método de trabajo y organización popular (MST Brasil), consultado 2 de julio del 2021.
Frei Betto
Escritor, asesor de movimientos pastorales y sociales y consultor del MST (Movimiento sin Tierra, Brasil).
Bahía, 1999
Yo no tenía mucho que contribuir al visitar el campamento de los Sin Tierra en el Pontal de Paranapanema. Fui a ayudar a armar las carpas de lona negra en los márgenes de la autopista, apelando a la memoria, a las pocas nociones que me quedan de mis tiempos de boy scout. Pedro era mi compañero en esta tarea y aquella carpa estaba destinada a su familia. Le habían dicho que yo era escritor. Sus ojos negros brillaban y en el rostro chupado despuntaban los primeros indicios de barba. Tenía los hombros levemente curvados. Las piernas altas y finas, exhibidas sobre la bermuda, le daban una agilidad que no se veía en la expresión de su cara.
—¿A usted le gusta leer y escribir? —preguntó mientras, ágil en el movimiento de la cuchilla, arrancaba la mata en el costado de la entrada.
—Sí, me gusta —respondí sin sacar los ojos del piso que yo limpiaba con fuerza.
—¿Y qué gana usted con eso? —dijo al levantar el tronco y pasar el dorso de su mano por la frente sudada. Paré de limpiar y lo encaré:
—¿Por qué su nombre es Pedro? —Él me miró confuso.
—Sé por qué. Porque mis padres creyeron que yo tenía cara de Pedro. Un día pregunté a mi abuela por qué mi nombre era Pedro. Ella dijo que por causa de un santo —
Se sonrió y seguí haciendo mi servicio. Mis manos ardían.
—¿Y usted tiene idea de cuándo vivió ese santo? —indagué.
—Sí, hace mucho tiempo —respondió mientras clavaba la pala en la tierra, buscando la raíz de unas hierbas con espinas.
—¡Dos mil años, amigo! Usted se llama Pedro por causa de un hombre que convivió con Jesús hace veinte siglos. ¿Cómo usted y su abuela supieron de su existencia?
Pedro agarró un gallo que tenía a los pies y, en un gesto mecánico, lo tiró en la mata.
—No sé, lo habrá leído en la Biblia.
—Eso es Pedro, ellos leyeron la Biblia o lo oyeron de alguien que habló de San Pedro. Si nadie hubiese leído la Biblia, nadie sabría que Pedro fue uno de los doce apóstoles de Jesús, y luego el primer papa de la Iglesia.
Él me escuchó al pasar y se apartó para agarrar las tablas apiladas en un rincón. Las trajo adentro del pequeño cuadrado que habíamos limpiado. Lo ayudé a colocarlas lado a lado, de modo que ningún pedazo de tierra pudiera ser visto debajo de ellas. En seguida pasé la escoba, sacando el polvo que había encima. Mi camisa estaba empapada de sudor. Pedro fue a buscar un balde de agua y el trapo de piso para terminar de limpiarlo. Con un pedazo de carbón escribió en la punta de una tabla: “Pedro”.
—Pero ¿por qué a usted le gusta leer? —preguntó al empuñar la cuchilla.
—Porque los libros contienen casi todo lo que la gente necesita saber: la explicación de la Biblia, recetas de cocina, cómo arar la tierra, el origen de las frutas, cómo armar una carpa con palos y hojas. Por los libros la gente aprende a hablar otras lenguas, conecta un equipo de música, combate hormigas, conoce la historia de Brasil, maneja una computadora. Cuando leo, viajo por el mundo sin moverme del lugar.
—¿Cómo es eso? —preguntó Pedro, trazando un surco en la tierra con la punta de la cuchilla, de modo de delinear un círculo alrededor de las tablas. Me extendió la pala y agarró el pico.
—A medida que el ser humano va descubriendo las cosas, escribe para no olvidar —dije, mirándolo cavar una pequeña zanja alrededor del lugar donde sería armada la carpa, para contener el agua de lluvia.
— Si no sabe escribir, le cuenta a quien sabe. Así, la memoria del mundo no se pierde. Hay libros sobre cría de conejos y otros que cuentan la lucha de los campesinos brasileros. Hasta el origen de su nombre está en los libros. Pedro significa “piedra”.
Él me miró curioso, mientras yo recogía la tierra removida por el pico. Luego su semblante adquirió una sombra de desánimo.
—Nunca leí un libro. O, mejor dicho, un día agarré uno que hablaba de sindicalismo. Comencé a leer, pero cuando llegaba a la página siguiente mi cabeza ya había olvidado lo que estaba escrito antes. Me cansé. Pienso que los libros no entran en mi cabeza.
—¡Vamos, ¡Pedro, déjese de bobadas! ¿Usted sabe arar la tierra?
Él se animó e hinchó el pecho:
—Claro, mire: soy capaz de dejarla suavecita para recibir la semilla. La tierra es como la mujer, cuanto más se la acaricia, mejor —dijo, con una sonrisa tímida.
—Pedro, leer es la misma cosa. Cuanto más una persona lee, más aprende a leer. Lo importante es no tener miedo del libro. Ni querer guardar en la cabeza cada frase que uno lee.
Me apoyé en el cabo de la pala y le apunté a un cartel de propaganda colocado en el costado de la calle.
—¿Ve aquel cartel?
—Sí.
—Ahora cierre los ojos.
Pedro apretó los párpados con fuerza.
—Responda, ¿qué vio en el cartel?
—Un auto nuevo.
—¿Cuál es la marca del auto?
—¿La marca? No sé. Creo que es importado.
—¿Las ventanillas están cerradas o abiertas?
—No me fijé.
—Puede abrir los ojos. Vio, Pedro, leer es así: no precisamos guardar todos los detalles, sino recibir la información de que allí hay un auto, una historia, una explicación de cómo cultivar verduras, o por qué en Brasil hay tanta miseria.
Pedro curvó la cabeza, casi apoyando el cuello en el pecho desnudo.
—Es que en el libro hay tantas palabras que no entiendo
—dijo al agarrar las varas preparadas para armar la estructura del techo.
—Ni yo, Pedro —dije al agarrar la cuerda para amarrar las varas.
Él enderezó la cabeza en mi dirección:
—¿Ni usted?
—Ni yo. La lengua portuguesa tiene cerca de ciento treinta mil palabras. Es más rica que la inglesa, que tiene ochenta mil. Nadie es capaz de conocer el significado de todas las palabras.
—¿Y qué hace usted cuando encuentra una palabra difícil?
—preguntó agachado, atento al agujero que cavaba en el suelo, frente a la tabla que servía de ladrillo.
—Busco en el diccionario, apodado el “padre de los burros”. Él explica lo que significa cada palabra. Si no encuentro un diccionario, pregunto a alguien que sepa —respondí al recoger con las manos la tierra que sobraba de los agujeros.
—¿Pregunta?
—Claro, Pedro; nadie sabe todo, por más que lea. Por eso Paulo Freire enseñaba que es errado decir que una persona es más culta que la otra. Lo que hay son culturas paralelas, complementarias en las relaciones que la vida teje entre las personas. Usted, por ejemplo, sabe lo que es la zafra, de irrigación, alquileres, ocupación, asentamiento. Tal vez muchos estudiantes de medicina no logren explicar el sentido de esas palabras. Pero conocen qué es etiología, diagnóstico, tomografía, terapia; como yo sé qué es liturgia, pastoral, gregoriano y escatología. Cada persona domina las palabras y las artes de su mundo. El mundo del campo es diferente del mundo de las ciudades. Una cocinera sabe cosas que ni imagino, como preparar una carne asada con salsa. Creo que para sobrevivir, dependo más de los conocimiento de ella que de los míos.
—Sí, yo sé —dice poniendo la primera estaca y martillando encima— pero voy a confesar una cosa: mi cabeza es pequeña para tanto libro. Comienzo a leer y me canso. Mi memoria es corta, guarda poca información.
—Pedro, si usted tuviera que ir a un encuentro del MST, ¿iría a pie o en ómnibus?
—Claro que en ómnibus. A pie demoraría mucho tiempo.
—Pues leer es lo mismo. Pretender guardar en la memoria las informaciones de cada página es viajar a pie desde Presidente Prudente a San Pablo. Cuesta mucho. Lo importante es descubrir en el texto lo esencial, o sea, llegar a San Pablo. Quédese tranquilo, la memoria guarda lo que le interesa.
—¿Y cómo hace usted para leer tanto? —indagó al terminar de enfilar las estacas.
—Voy a darle una pista —dije al desenrollar la cuerda y amarrarla a las estacas— ando siempre con un libro. Siempre. Aun sabiendo que ese día no voy a poder leer una línea. Si usted se acostumbra a cargar un libro, al final de la semana quedará sorprendido al constatar que leyó bastante. En la cola del micro, en el baño, al esperar a un amigo, en la fila del teléfono público o antes de dormir.
—Voy a intentar hacer eso. Quién sabe, quizás aprendo —comentó al ajustar la cerca.
—Sólo un detalle: hay dos tipos de libros. Los de historias inventadas por el autor, llamados libros de ficción; y los ensayos, como aquellos que enseñan a plantar zanahoria o hablan de la historia de Brasil, o denuncian las injusticias del gobierno. No se debe leer ficción y ensayos de la misma manera.
—¿Y cómo se hace?
—Ficción yo leo de principio a fin. Si la historia es buena, como ésta aquí que estoy releyendo —mostré “Las uvas de la ira”, de John Steinbeck, junto a mi bolso—ella atrapa al lector de comienzo a fin. Y se lee como si estuviese viendo una película. Si no le gusta la historia o la forma de escribir del autor, entonces largue el libro.
—¿Y el ensayo, ¿cómo se lee? —preguntó al agarrar la lona negra y abrirla en el asfalto.
—Es diferente —dije al mojar el paño en el agua para limpiar la lona
— No precisa leer el libro de cabo a rabo. Basta con consultar el índice, ver los capítulos más interesantes. Entonces, va directo a ellos. Por ejemplo: yo estoy interesado en la historia de la lucha del campo en Brasil, busco algunos libros que tratan de ese tema. No voy a leer uno por uno, de principio a fin. Si mi interés es conocer un período de esa historia (durante la dictadura militar, por ejemplo) selecciono en cada libro los capítulos que tratan de aquel período. Y ni paso los ojos por los otros capítulos.
—¿Y cómo hace para guardar en la cabeza tanta información?
—dice al tirar la lona sobre las estacas.
—No guardo. Agarro un cuaderno y trato de anotar lo que me interesa. Sin copiar todas las palabras de la página. Sólo los puntos importantes, que anoto con mis propias palabras.
—Pero le voy a decir una cosa —dice al enganchar la lona en las estacas
— las tareas de la militancia me ocupan mucho —se disculpó.
—Mire, Pedro ¡no me venga con eso! —retruqué al ayudarlo a extender bien la cobertura de la carpa— José Martí, que leyó una biblioteca y escribió tantos libros que darían para llenar esta carpa, murió armas en mano para libertar Cuba de la dominación española. Lenin, que lideró la revolución rusa, también leyó y escribió libros y más libros. El militante que no lee puede caer en el activismo. Actúa sólo por la emoción, casi nunca por la razón. Y como no lee, no sabe cómo fueron las luchas del pasado. Por lo tanto, corre el riego de repetir en el presente los errores del pasado, comprometiendo la conquista de un futuro mejor.
—¿Y cómo se puede leer —dice él mientras ajusta la lona por dentro de la carpa, ampliando el espacio- si tiene que participar de reuniones, ocupaciones, cuidar el campamento o limpiar el asentamiento?
—Es una cuestión de disciplina —respondí, mientras con una tijera arreglaba la “puerta” de la carpa— El primer cuidado es el que ya expliqué: andar siempre con un libro. Es bueno formar un grupo de estudio aquí en el campamento.
—¿Cómo es eso? —indagó al jugar con la tierra tirada de la zanja sobre la lona, para evitar la infiltración de agua.
—Por ejemplo, ustedes podrían organizar aquí un grupo interesado en conocer mejor la historia de la lucha por la tierra en Brasil. Entonces, los participantes del grupo irían en busca de libros que tratan el tema: investigarían en bibliotecas, buscarían en librerías, pedirían prestado a los amigos, solicitarían donaciones a quien tiene recursos y es solidario con el MST. Después, dividirían los textos. Cada uno leería un libro o un capítulo. En la reunión del grupo, cada participante contaría lo que leyó y lo que piensa de aquello que leyó. Así, el provecho sería mayor.
—¿Y si yo me quedo en esa de no leer? —preguntó al colocar en la carpa los utensilios de su familia: cocina, dos colchones, dos bolsas llenas de ropa, una estampa de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, una caja con platos de plástico y cubiertos, una radio Zenith a pila, un crucifijo.
—Si se queda en esa, Pedro, la poca lectura que aprendió en la escuela se va perdiendo como se pierde el agua en un balde roto. Y su cabeza va siendo formada por la TV, por las noticias de la radio, por los diarios, sin que usted tenga conocimiento de que los hechos tienen, por lo menos, dos verdades: la de los grandes y la de los pequeños. Usted sabe que un Sin Tierra y un latifundista no cuentan del mismo modo cómo ocurre una ocupación.
—Sé de eso. Para nosotros, una ocupación bien hecha es cosa de dar gracias a Dios. Para el latifundista, es obra del diablo.
—Por eso, es importante tener opinión propia, argumentos. Un día, la historia de los Sin Tierra también estará en los libros o en las películas y otras obras de arte que acostumbran a basarse en los libros. Así como hoy conocemos la historia de la lucha minera liderada por los Tiradentes o de la revolución cubana comandada por Fidel.
—Pienso que usted me convenció de leer —dijo sonriendo mientras, cansados, observábamos la carpa armada, satisfechos con nuestro trabajo.
—Y usted me enseñó cómo se prepara un campamento sin los recursos industrializados. Muchas gracias —dije.
—Ahora usted ya puede hasta escribir un libro contando cómo se levanta una carpa en el costado de la ruta —bromeó.
—Es una buena sugerencia. Y no dejaré de registrar que tuve en usted un excelente maestro; pues todo lo que está en los libros viene de la materia prima de la vida. El saber y el vivir andan siempre de la mano. Si el primero tiene la cabeza, el segundo tiene los pies en el suelo.