«Ser o no ser» marxista(s)

 

Recuperado de: Lo sólido en el aire: El Eterno Retorno de la Crítica Marxista, Eduardo Grüner, CLACSO, 2021.

Este es un libro de ensayos incluyendo, por lo tanto, sus posibles errores. Es decir, de ocurrencias. Quien pretenda encontrar aquí rigores textualistas, erudiciones filológicas, ortodoxias teórico-políticas, mucho menos recetarios sobre cómo interpretar “bien” (o peor, “correctamente”) a Marx y los marxistas sería mejor que abandonara la lectura después de estas primeras tres o cuatro líneas. No pretendemos hacer otra cosa que interrogar ciertas zonas de la cultura y la sociedad a partir de –no únicamente, como se verá–, asimismo, ciertas premisas marxistas. Es una interrogación, pues, que por supuesto supone también la interrogación de Marx y del marxismo. O mejor, de los marxismos, puesto que después de los “padres fundadores” Marx y Engels son tantos/as los/as que por así decir han tironeado de los cabos sueltos que ellos habían dejado (es difícil resistir a la tentación del chiste a costa de otro pensamiento político: el marxismo es un movimiento, no un partido; lo cual quiere decir, al mismo tiempo, que, como el Dios-Naturaleza de Spinoza, el marxismo no está nunca terminado: su “movimiento” permanente y múltiple es su propia consistencia). Se trata entonces de situar problemas cuyo planteamiento Marx y los marxismos hicieron posible, pero a los que de ninguna manera dieron una respuesta definitiva e incontrastable. No podían hacerlo, porque la lógica misma de su desarrollo –su modo de producción de efectos de verdad, como ya se leerá que nos atrevemos a llamarlo– implica que cada pretendida “solución” abre una pléyade de nuevos interrogantes. Y ello por la sencilla razón de que ese “modo de producción” de conocimiento está por definición Eduardo Grüner 44 encastrado en la praxis social-histórica, que todo el tiempo demanda volver a empezar para integrar los acontecimientos, los procesos, incluso las “contingencias” y los azares, en las famosas “leyes tendenciales” del desarrollo de la historia, incluida la del marxismo. Todo esto implica una enorme dificultad para el marxismo –pero es una dificultad producida por el radical valor diferencial de esta teoría–: la de la definición de su, como se dice, identidad (concepto harto complicado después del psicoanálisis, por otra parte). Se me disculpará alguna discreta autorreferencialidad, pero lo hago solamente a título de rápida ilustración. Muchas veces, en la clase inicial de alguno de mis cursos universitarios, me he visto confrontado a la pregunta de algún/a alumno/a, avisado/a por las radios-pasillo de ciertas sospechas sobre mi trayectoria: “Profesor, ¿usted es marxista?” Casi invariablemente, mi réplica es: “Disculpe, pero no voy a contestar esa pregunta. Porque ya sea que yo responda por sí o por no, todo lo que diga a continuación va a ser filtrado unilateralmente por ese colador. Prefiero que ustedes escuchen lo que tengo para decir, y saquen sus propias conclusiones”. ¿Se entiende el dilema? Una respuesta taxativa e inequívoca a esa pregunta sería crasamente antimarxista, porque obturaría desde el vamos una dialéctica del pensamiento, reemplazándola por una mera etiqueta “identitaria”. Y las etiquetas deberían ser un problema de los otros –entre los cuales siempre abundan los que están dispuestos a usarlas para tranquilizarse, o por pereza intelectual– y no de uno mismo. Ello para no mencionar que mis modestos estudios de filosofía me han inculcado una suma prudencia con el uso del verbo ser, sobre todo cuando es hipostasiado a sustantivo: no se puede decir el Ser “marxista”, como quien dice “el Ser nacional”, o cualquier paparruchada por el estilo. Dicho lo cual, va de suyo que soy incapaz de pensar (bien o mal) sin Marx y los marxismos: cuando se ha incorporado ese estilo de pensamiento, como se dice vulgarmente, es un viaje de ida. Hay muchos que han vuelto, desde ya, pero uno sospecha que es porque nunca se lo tomaron demasiado en serio, y, justamente, lo usaron como etiqueta conveniente en su momento: los llamados posmarxistas, por ejemplo, para quienes resuena, tangueramente dicho, “la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”. Otra cosa son los auténticos “desencantados” o “arrepentidos” –palabra religiosa si las hay–, Prefacio: “ser o no ser” marxista(s) 45 que paradójicamente me merecen más respeto intelectual (no ideológico ni político, claro) que los que siguieron usando el adjetivo “marxista” para huir de su sustancia. El problema de estos es que su desencantamiento / arrepentimiento es una consecuencia necesaria (“reactiva”, se diría en psicología) de un pasado encantamiento, o fascinación, o sometimiento “ortodoxo” o dogmático, que es lo impropio mismo de cualquier pensamiento crítico, marxista o no. En fin, retomando: el problema –mi problema– es que tampoco soy capaz de pensar, digamos, sin Freud. O sin Sartre, sin Adorno, sin Benjamin, sin Lévi-Strauss, sin Althusser, y tantos otros que podría nombrar solo ateniéndome al siglo XX, e incluyendo a muchos/as pensadores/as latinoamericanos/ as o africanos/as. ¿Significa esto que estoy condenado a un indeciso eclecticismo? Puede ser, aunque espero que no. A fin de cuentas, ¿pudo el propio Marx –y no es que esté haciendo comparación alguna, vade retro– pensar sin Hegel, sin Feuerbach, sin Smith y Ricardo, sin toda la tradición filosófica anterior a partir de Heráclito, Platón y Aristóteles (y sin Homero y los trágicos griegos, sin Shakespeare, Goethe, Schiller, los románticos, Heine, Balzac, etcétera, siendo como era uno de los hombres más “leídos” del siglo XIX)? El diálogo con los otros pensadores –y con los pensadores otros, puesto que muchas veces son adversarios filosóficos o ideológico-políticos– solo se vuelve eclecticismo cuando se carece de algunos principios rectores básicos que orientan ese diálogo, todo lo conflictivo y ríspido que resulte, hacia al menos un intento de enriquecimiento del pensamiento propio. Es lo que me pasa, creo, con Marx y los marxismos: aún cuando a veces me aleje de ellos para explorar otros territorios, son algo así como un mapa mental, una cartografía subterránea sobre la cual sobreimprimir las sendas perdidas (como diría Heidegger) que rumbean un poco al azar de las lecturas, los gustos, las “pasiones del momento”. Pero estoy convencido, como lo digo en la Introducción de este libro, que el marxismo avanza mucho mejor cuando se permite ser “desterritorializado”, y aún intervenido, por otras regiones del saber. Hay algo más, mucho más importante que ninguna coherencia “filosófica” (por la que no me siento inclinado a romper lanzas). El mundo que nos rodea, el del capital mundializado, sigue siendo, en lo esencial, el de Marx. Solo que infinitamente peor, ya que entonces, “dialécticamente”, la energía Eduardo Grüner 46 desatada por un capitalismo todavía en ascenso empujaba la energía revolucionaria de quienes se oponían a un sistema manifiestamente injusto. Hoy, en cambio, la decadencia abyecta de un sistema putrefacto que sobrevive a su propio cuerpo descompuesto –como el famoso señor Valdemar de Edgar Allan Poe– no le permiten ni siquiera a las propias clases dominantes soñar con empresa “civilizatoria” alguna; al contrario, el capitalismo ha alcanzado el fondo del pozo siniestro de su otra cara de plena barbarie, expresada en extremos de degradación ética, intelectual y cultural. O, mucho peor, en guerras injustas, nuevas formas de racismo, xenofobia y fascismo, genocidios (no tan) embozados, destrucción casi terminal de la naturaleza, pestes como la que ahora mismo está sufriendo el mundo entero (y que, como suele suceder bajo el “sociometabolismo” del capital, no es solamente un fenómeno “natural”), y por lo tanto la posibilidad cierta del fin de lo humano como tal. En estas condiciones de borde del abismo, no digo no ser marxista –algo a lo que cualquiera tiene perfecto derecho–, sino ser anti-marxista es ser un completo canalla, como decía en su hora Sartre, y lo es mucho más que en tiempos de Sartre. Porque, me permito insistir: este mundo del capital en descomposición sigue siendo el de Marx –y, en cierto sentido, lo sigue siendo todavía más que en la época de Marx, puesto que los síntomas de crisis que Marx analizaba han devenido en final y cancerosa enfermedad. Y, en los más de dos siglos desde el nacimiento de Marx, no ha aparecido otro “modo de producción” teórico que explique mejor, tan crítica y radicalmente, las razones de la enfermedad (ojalá así hubiera sido: yo sería el primero en adoptarlo). Por supuesto que –por solo mencionar una redundante obviedad–, sin que se hayan alterado esencialmente sus estructuras básicas de funcionamiento, el mundo del capital ha cambiado en muchos aspectos. Las nuevas cuestiones que han surgido son harto conocidas, y sería aquí demasiado largo –y poco útil– volver a enumerarlas. El lector o lectora paciente encontrará esa discusión a lo largo del libro. No dejaré de mencionar, sin embargo, que esas “novedades” se dan, además, en el contexto del hundimiento trágico de las experiencias que bien o mal (mayoritariamente mal, pero sería asimismo demasiado largo discutirlo ahora) intentaron sustraer a una enorme porción de la humanidad a aquel “sociometabolismo” del capital. Quizá sea injusto, pero me da la impresión de que los Prefacio: “ser o no ser” marxista(s) 47 marxistas, en general, no han terminado de saldar adecuadamente esa deuda. Las revoluciones del pasado, más que “fracasadas” fueron derrotadas, se nos dice. Pero nunca se terminaron de examinar con toda la radicalidad crítica que lo merecen las razones internas de esa derrota: los ataques externos no vencen tan fácilmente a un cuerpo sano. Todo lo anterior tiene, para mí, una conclusión forzosa: con todas las reservas, mediaciones, intersecciones y “aperturas” que vengo enunciando, no veo necesidad alguna de abandonar el marxismo. Más bien al revés, sí veo la necesidad de seguir ahondando en él, buceando en sus faltas y sus fallas, usándolo, en el mejor sentido, para ejercer hasta donde nos sea posible aquella “crítica de todo lo existente” que Marx exigía, y que desde luego incluía en lo existente a su propio pensamiento. Esto me parece importante decirlo, sobre todo en una época como la nuestra, en la que incluso sectores “progresistas” prefieren creer, por timidez, comodidad o lisa y llana cobardía, que encontrar “problemas” u “errores” en ese pensamiento tan poderoso es un argumento suficiente para desembarazarse de él. De modo que, aun manteniendo mis desconfianzas con el verbo ser, y aprovechándome de la tan socorrida ventaja de hablar una lengua que hace esa distinción, no tengo inconveniente en que alguien, si necesita un rotulado, diga: “Este hombre, al menos por ahora, está siendo marxista”. Lo que vengo diciendo posiblemente vuelva innecesario abundar en comentarios sobre el subtítulo del libro: el eterno retorno de la crítica marxista –una expresión muy obviamente derivada de Nietzsche– no es una repetición, sino la insistencia de una necesidad y de un deseo, sobre la base de nuevas premisas que afectan a los marxismos: porque el marxismo no es uno, y ni siquiera el de Marx (que célebremente rechazó ser calificado con un derivado de su propio nombre) es una unidad monolítica suturada de una vez y para siempre. Por eso necesita, cada tanto, un periódico “ajuste de cuentas” que reordene sus columnas de debe y haber. En cuanto al título, es más que obvio que proviene de una famosísima frase del Manifiesto…, que hace algunas décadas volvió a popularizar Marshall Berman en su propio título. Con el mío apenas me propongo reivindicar la solidez teórico-práctica de una teoría que muchos supusieron, o desearon, que se contara entre todo lo que se había disuelto en el aire, pero que –con esa tozudez fantasmal digna del padre de Hamlet clamando Eduardo Grüner 48 justicia que nos recordara hace tiempo el no marxista Derrida– insiste en “retornar de lo reprimido” a cada vuelta de la esquina de una crisis. Los ensayos que componen este libro fueron escritos a lo largo de una treintena de años. He elegido (y no en todos los casos) corregirlos apenas, para limar alguna aspereza estilística o eliminar algún anacronismo excesivo. No todos ellos representan exactamente, al menos en todos sus detalles, lo que pienso hoy. Pero me pareció de mínima honestidad intelectual hacerme cargo de las contradicciones, inconsecuencias o debilidades que pudieran subsistir, antes que fingir una coherencia férrea que lo único que puede significar es que lo que uno escribe no tiene historia. No fue nada fácil hacer la selección, ensamblaje, “limpieza” y edición de los textos. Para mi enorme fortuna conté con el soporte inestimable de Gisela Catanzaro y Rodolfo Gómez, a quienes les estaré eternamente agradecido por su paciencia, su esfuerzo y su lucidez en la empresa, un acompañamiento que no vacilo en calificar de “amoroso”. Y por supuesto extiendo el agradecimiento a todo el estupendo equipo editor de CLACSO. Sin el trabajo de todos ellos este libro nunca hubiera salido del estado de quimera para transformarse en materia. En cuanto a todos aquellos y aquellas amigos/as, colegas, interlocutores y claro está que críticos que desde hace tres décadas susurran entre las líneas de los textos (puesto que ya se sabe que todo ensayo es polifónico y dialógico: es el producto de una pluralidad de voces que uno alinea como puede) son tantos y tantas que debo renunciar a nombrarlos: a esta edad en que se entra en el reino brumoso de los olvidos y las distracciones, se corre el peligro de cometer demasiadas injusticias. Ellos y ellas saben quiénes son, y saben quién no sería el que esto escribe si no fuera por ellos. No tengo casi más nada que decir. Todo escritor desea que sus textos sean leídos, está claro: sería necio, o de una soberbia disfrazada de falsa humildad, decir lo contrario. Pero hay algo todavía más importante. Ojalá que este libro sea fuertemente criticado, cuestionado, corregido, objetado. Si eso sirviera para que otros/as piensen mejor algo de lo que él propone, el pensamiento crítico, empezando por el propio, habrá caminado unos pasos más.

Buenos Aires, 20 de noviembre de 2020

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