Los dos partidos que han gobernado a Puerto Rico desde 1968, alternándose en el poder, desde hace más de tres décadas han adoptado una política económica neoliberal con una confianza total en el mercado. El resultado ha sido claro e imposible de evadir: la economía de Puerto Rico se ha reducido y ha entrado en un proceso de depresión que parece no tener fin. Cuando la crisis se manifestó en marzo de 2006, se habló inicialmente de una recesión como si se tratara de un movimiento cíclico pasajero. No fue así. La llamada recesión de 2006 fue la expresión inicial de algo mucho más profundo: un descalabro estructural decisivo que ninguna de las dos piezas gemelas del bipartidismo parece entender y mucho menos explicar.
Si consideramos que la manifestación del colapso económico, visible ya en 2006, se ha extendido hasta hoy día, podemos concluir que ya alcanza quince años. Es decir, durante casi la mitad del tiempo que ha durado la política neoliberal, la economía de Puerto Rico ha estado inmersa en una crisis que lejos de resolverse se profundiza. Si la política neoliberal comenzó a adoptarse abiertamente después de las elecciones de noviembre de 1989, bajo la administración de Rafael Hernández Colon, su crisis decisiva se manifestó poco después de sus primeros 16 años, al comenzar el 2006. Es inevitable hacer varias preguntas: ¿por qué la crisis no ha provocado un debate social amplio? ¿Por qué no ha surgido entre los dos partidos de gobierno ningún cuestionamiento al fundamentalismo de mercado neoliberal? ¿Por qué no hay un intercambio de análisis, un debate intenso, entre los economistas del país? ¿Por qué los medios masivos de comunicación evaden la discusión del tema?
Hay algo sorprendente en todo esto. La política neoliberal se impuso en Puerto Rico utilizando unos conceptos claves. Uno de ellos fue el llamado gigantismo gubernamental. Motivados por la noción cómoda de que el gobierno es un gigante ineficiente, un interventor impropio en actividades productivas, el bipartidismo propuso medidas de privatización bajo el supuesto de abrirle espacio al sector privado para su dinámico desarrollo. La idea fue transformar el gobierno en un agente facilitador para incentivar el sector privado. Con esta lógica se llevó a cabo la privatización de la Telefónica de Puerto Rico, de las Navieras, se desmanteló el sistema Arbona de salud pública y se entregó por varias décadas la administración del aeropuerto Luis Muñoz Marín. Estos procesos de privatización fueron acompañados de reformas a las leyes laborales, con una agresión sistemática al servicio público que cobró forma con la Ley 7 de 2009, del gobierno de Luis Fortuño. El resultado no se puede ocultar: una crisis de enorme alcance en el sector público, con una deuda pública incontrolable, combinado con un debilitamiento crónico del sector privado, coronado finalmente con la imposición federal de la Ley PROMESA en el verano de 2016.
Todo este desbarajuste económico se ha desplegado con el ritmo ascendente de la corrupción público-privada. Como el neoliberalismo alteró la relación entre lo público y lo privado, ha metido sin pudor el mercado en el interior del servicio público, lo ha debilitado o lo ha desmantelado, con una verdadera plaga de contratistas privados y de cabilderos inescrupulosos. Mientras el sector privado no ha expresado ninguna capacidad de expansión y dinamismo, el gobierno ha sido asaltado con una voracidad sorprendente, al mismo tiempo que a los sectores laborales y comunitarios se les ha impuesto una política irreflexiva de austeridad. El país ha visto una bifurcación ética escandalosa: festival de gastos para políticos y empresarios corruptos y medidas de austeridad para los sectores laborales y empobrecidos. Orgía y maceta, fiesta y marrón se han combinado con un agravio desmedido contra dos grandes sectores sociales: la juventud, a quienes se les ha expropiado el futuro, y los sectores femeninos que han sufrido una descarga de agresiones y de formas de violencia inusitada, incluyendo el feminicidio como desenlace cada vez más frecuente.
Ahora bien, son extraños los caminos del neoliberalismo local. Mientras nuestros políticos o figuras destacadas de los medios masivos de comunicación postulan la ineficacia del gobierno, mientras vociferan las virtudes de la empresa privada, saborean la llegada de fondos federales como salvación económica. Recientemente, al comenzar la segunda semana de febrero, el equipo fiscal y económico del gobierno de Pedro Pierluisi, al exponer sus objetivos, reconoció abiertamente su dependencia con respecto a los fondos federales. El director de la Autoridad de Asesoría Financiera y Agencia Fiscal (Aafaf), Omar Marrero, fue más lejos todavía y expresó lo siguiente: “En gran medida, la economía no ha colapsado durante el último año gracias a los fondos federales. Así que no es nada malo tener, en una estrategia, que gran parte de la inversión va a ser con fondos federales.” (El Nuevo Día, 9 de febrero, 2021,4)
La dependencia es seria y los comentarios que genera son reveladores. A Manuel Laboy, director de la Oficina Central de Recuperación, Reconstrucción y Resiliencia, se le hace la boca agua cuando estima que Puerto Rico recibirá más de $6,000 millones anuales de ayuda federal hasta el 2032. El equipo fiscal y económico del gobierno neoliberal de Pedro Pierluisi, que favorece la privatización de la AEE – otro paso decisivo en la escandalosa entrega de riqueza pública al capital privado extranjero – no ve nada malo en una estrategia económica basada en fondos federales. No hay la más mínima manifestación de conciencia crítica al proponer una política de privatización apoyada en la ineficiencia del gobierno y al mismo tiempo reconocer que su estrategia económica se sostiene con fondos del gobierno federal. Si la diferencia estuviera fundada en que el gobierno federal sí es eficiente, dado que ellos confiesan su dependencia sin pudor, entonces tendríamos que concluir que hacen confesión del colonialismo más burdo y espantoso.
Recientemente Carlos Díaz Olivo publicó un artículo que no deja de ser sorprendente: “Puerto Rico y EEUU: la suerte está echada” (END, 22/2/2021, 29). En ese artículo exalta la importancia de las ayudas federales para poder “escapar de la pobreza”. Después de destacar la iniciativa de la Gran Sociedad del presidente Johnson en 1964, con la creación de importantes programas de ayuda federal, Díaz Olivo afirma que “como resultado de pandemias, huracanes y sismos, la isla y su población reciben caudales de transferencias federales para la reconstrucción de su infraestructura”. Son palabras mayores. Debemos estar agradecidos por los desastres naturales-sociales porque nos han movido hacia la estadidad. Una pena que los muertos, víctimas del huracán María, no puedan disfrutar de estas bendiciones: “Con estos nuevos arreglos, la integración económica de Puerto Rico a los Estados Unidos alcanzó su plenitud.”
Es decir, los desastres naturales-sociales nos llevaron a la integración económica plena con los Estados Unidos. Así queda expresada hermosamente la vaciedad intelectual y la bancarrota moral del neoliberalismo anexionista local. En realidad, con esta concepción, no hacía falta un sector privado dinámico más efectivo que un gobierno inservible. Bastaba la quiebra económica provocada por la política neoliberal, combinada con huracanes, sismos y pandemia, para culminar “la integración económica de Puerto Rico a los Estados Unidos”. Expresiones como estas, que son producto de una falta total de ética y de sensibilidad humana, no han provocado ningún debate en Puerto Rico. Como tampoco hay debate en torno a los fracasos definitivos del neoliberalismo después de treinta años de existencia. No obstante, la población se ha manifestado a través de movilizaciones sociales y a través del voto. Hace falta ahora considerar cómo lo ha hecho y por qué.