¿Cómo se siente una persona colonizada?

Con Acento Propio

Por: Luce López Baralt

Periódico El Nuevo Día

 

Domingo, 13 de septiembre de 2020

Federico García Lorca confiesa que en su alma se dirimía una batalla irresoluta: “…los sepulcros de los Reyes Católicos no han evitado que la media luna salga en el pecho de los más finos hijos de Granada. […] la Alhambra y el Palacio de Carlos V sostienen un duelo a muerte en la conciencia del granadino actual”.

Seis siglos después de los confrontamientos bélicos entre cristianos y musulmanes en suelo peninsular, todavía el conflicto entre ambas civilizaciones sigue vivo en la conciencia de los granadinos.  Las discordias identitarias tardan siglos en solucionarse, si es que se solucionan.  Cada puertorriqueño, como otrora Lorca, tiene en su alma una guerra civil recóndita: dos banderas, dos idiomas, dos identidades nacionales, dos lealtades.  Su identidad real –la puertorriqueña—está sometida; la norteamericana le resulta impuesta y fantaseada. ¿Cómo nos sentimos los colonizados?  Tras los estudios pioneros de Albert Memmi (Retrato del Colonizado), Franz Fanon (Los condenados de la tierra), Aimmé Césaire (Discurso sobre el colonialismo), Edward Said (Orientalism)  Homi Bhabha (After Colonialism) se sigue derramando tinta sobre el tema.  Aunque los citados expertos exploran escenarios como Túnez, Argelia, las Antillas Menores, el Medio Oriente y la India, sus observaciones se han aplicado al caso de Islas Canarias (tamaima.com) y de Puerto Rico (http://xn--klathos-hwa.metro.inter.edu/).

Se postula que el colonizado suele sentir desprecio de sí mismo y un amor desmedido por la cultura del colonizador, a la que desea asimilarse no empece la metrópoli lo desprecie.  Esto hace que el colonizado se sienta con lucha abierta consigo mismo, como Lorca ante sus dos identidades encontradas.  Es difícil no tener reparos ante la condición de sujeción unilateral a otro país. En nuestro caso, del que se apropió de la isla mediante una invasión militar, y que ni siquiera ahora nos permite dirimir nuestro futuro político.  Ya sea este la anexión total a Estados Unidos, con el consiguiente colapso de la identidad puertorriqueña, ya sea la independencia o bien un pacto de auténtica relación bilateral de país a país.  Los plebiscitos que venimos celebrando han sido un ejercicio en futilidad, ya que, incluso cuando se lograba una mayoría no trucada, el Congreso nunca se sintió obligado a ejecutar los resultados de la encuesta.  Otro tanto sucederá con el próximo ejercicio plebiscitario, que Ya la metrópoli ha asegurado no honrará.

La Política brumosa actual de Estados Unidos, que ha rescatado para nosotros el anticuado y oprobioso término de “territorio”, nos devuelve a los años del gobierno militar más craso.  Hijo de esa mentalidad es el deseo expreso de canjearnos por otro país “menos molesto” para Washington que el nuestro.  Estos escenarios políticos nos humillan a todos por igual, no empece lo que podamos pensar sobre el futuro de nuestro país.

Fíjense que he dicho “país”.  Hasta los anexionistas más recalcitrantes hablan del “país” al referirse a Puerto Rico.  Incluso frases cotidianas como “pollos del país” y “huevos del país” delatan una afirmación nacional que irónicamente todos damos por sentada.  Sabemos que constituimos una entidad aparte de Estados Unidos y que aún bajo la estadidad seguiríamos siendo distintos.  Nadie apuesta a una reina de belleza norteamericana versus una candidata boricua, ni deja de celebrar nuestros sonados triunfos deportivos, en los que a menudo competimos contra Estados Unidos.  La afirmación nacional tiene pocas vías de expresión, pero surge con ímpetu cuando la ocasión es propicia.

Desde niña supe que mi psique puertorriqueña estaba escindida.  Las monjas del Colegio nos hacían saber que la cultura norteamericana que nos imponían era superior a la nuestra: la idea era que canjeáramos la una por las otra.  Como recuerda Memmi, para el colonizado la posesión de dos lenguas no lo abre a la participación –plena y deseable—en dos universos culturales, sino que lo lleva a asumir dos lenguas en conflicto: la del colonizador y la del colonizado.  Aprendí a leer simultáneamente en dos lenguas, y se me enseñó que todo lo norteamericano era indefectiblemente superior.  Nos entrenaron incluso a añorar las hojas de otoño y la nieve navideña, que la alcaldesa doña Fela importó para “consolar” la manquedad de nuestro clima tropical.  Todas estas preferencias culturales quedaban impresas en nuestras mentes infantiles, que no fueron formadas como mentes puertorriqueñas sino como mentes anfibias entre dos culturas en pugna.  A menudo la imposición identitaria conllevaba violencia verbal: “Puerto Rico is junk”; “Puerto Rico is trash”, nos martilleaban, asegurándonos que “in the states, children behave”.  Existía una nación que nos resultaba nebulosa pero que debíamos admirar sin cuestionamiento posible.  Estos niños “trash” que fuimos teníamos que saludar militarmente todas las mañanas la bandera americana (la nuestra aún estaba prohibida).  “We pledged allegiance” a un país ajenos que no entendíamos, y para colmo debíamos asumir su pasado nacional como nuestro cuando cantábamos “My country, ‘tis of thee”.  Proclamábamos que en aquella tierra ignota habían muerto nuestros ancestros — “land where my fathers died”—aunque realmente fueran de Juncos y Fajardo.  Es demencial aprender a sentir nostalgia por paisajes ajenos: “I love thy Woods and templed hills”, cantábamos, cuando lo que realmente amábamos era El Yunque.  Así fuimos perdiendo nuestra memoria de pueblo, que descansa siempre en una educación atemperada a la identidad nacional.  Nuestro bilingüismo más bien era “nilingüismo”, porque implicaba reducir al español en un idioma casero y adoptar “el difícil”, aunque lo chapurreáramos mal.

Lo irónico es que cuando los puertorriqueños a medio asimilar viajamos al continente nos hacían saber que no éramos “estadounidenses”, a despecho de haber cantado a los bosques nórdicos, haber soñado con la nieve y haber jurado “allegiance” a su bandera.  Mi educación híbrida no fue óbice para que me echaran de un taxi por hablar el inglés con acento extranjero, justamente en Harvard Square, supuestamente el punto más civilizado de Estados Unidos.  Una vez intenté convencer a una funcionaria de dicha universidad que era ciudadana americana: quedó incrédula y furiosa.  Este disloque identitario sea empeorado por el racismo exacerbado de los últimos años.

Explicar nuestro país de origen constituye un ejercicio complicado por nuestra condición anfibia de hispanos y “norteamericanos” simultáneos.  A veces nuestro destino aéreo se describe como “domestic” y otras como “internacional”, a veces nos tratan como a los estados y otras como a un país extranjero.  En Hispanoamérica nuestra identidad suscita situaciones bochornosas: una colega argentina llegó a nuestro aeropuerto hablando inglés, porque creía que solo la iban a entender en esa lengua.  Al estar fuera del mapa quedamos al margen de la historia. Invisibilizados.

Enviamos signos equívocos al mundo.  Hace años me rindieron un homenaje académico en Túnez, y era protocolario contar con el embajador de mi país.  Mis colegas quedaron atónitos cuando les dije que les tocaría invitar al embajador de Estados Unidos.  Como no podían concebir que un país tan ajeno culturalmente al mío asumiera mi representación diplomática, optaron por invitar al embajador de España.

A veces delatamos nuestro sometimiento colonial e identidad doblegada en nuestra manera de caminar.  Hace mucho vi a un sobrecargo trigueño de Iberia explicando por señas las medidas de seguridad y celebré que la línea estuviera contratando puertorriqueños.  Pero una vez terminan sus instrucciones, el sobrecargo echa a andar pasillo arriba con paso firme: instintivamente supe que no era un compatriota.  Caminaba con la seguridad de un hombre libre. Cuando al fin lo oí hablar, sus zetas y jotas castellanas lo delataron enseguida como español.  Magali García Ramis eleva a literatura una anécdota parecida, que mi hermana Mercedes pone de relieve en la presentación que leerá en el futuro Homenaje que le prepara la UPR de Arecibo.  En Las noches del riel de oro el dominicano Asdrúbal se pasa por boricua para conseguir trabajo en Nueva York.  Para ello adopta el nombre híbrido de “Willie Rosario” y declara en la aduana “Soy de Pueltojico”.  Mercedes cita a Magali: “También dejó atrás su andar resuelto” para caminar como un puertorriqueño: “un poco jorobadito, hombros sueltos y arrastrando los pies”. El personaje quisqueyano se jactaba de que, en cambio, “Nosotros caminamos muy derechos, porque somos hombres de una república”.

Los niños puertorriqueños no se educan para serlo, sino para aspirar a suplantar su identidad por otra.  Imposible que esta educación bifronte no nos pase a la larga una factura histórica.  Por lo pronto, muchos nos identificamos con el Dr. Aziz, cuando en la novela Passage to India de E.M. Forster explica al inglés Fielding que no podrá ser su amigo hasta que India esté libre del yugo colonial inglés.  Tampoco Lorca logró curarse de la antigua contienda entre árabes y cristianos que tenía metida muy adentro de su alma de granadino cabal.  Ojalá los puertorriqueños no tengamos que dirimir nuestra lucha identitaria íntima por tantos siglos.

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